lunes, 10 de octubre de 2011

La Calaca Fría y Flaca



Imágen: Laurie Lypton

Desde ese momento pude olerla en medio de la noche pausada, su olor tan dulce la delató y cuando la sentí más cerca mí nariz percibió asustada el peculiar olor del cempasúchitl.
Se recostó a mí lado y sumergió su mano huesuda entre mi melena que estática caía sobre la almohada. Probablemente sabía muy bien que estaba despierta, probablemente por los latidos de mí corazón que ahora parecían tambores. Mis ojos estaban cerrados, en realidad era por que me sentía asustada, temía que me leyera la mente y que al abrir los ojos estuviera frente a mí, tan cerca que pudiera sentir mi respiración agitada caerle de golpe y colársele entre los hoyos de su rostro calacoso.
Parecía flotar sobre mi colchón, en realidad lo único que yo sentía a mí lado era su presencia, más no sus huesos uncidos por el frío del infinito que los pegaba como las articulaciones a los de los seres vivos. Ella no estaba viva. Sus dedos esqueleticos acariciaban mi cráneo a media noche. Un escalofrío me abandonó dejando una sensación parecida a la de un estornudo que se arrepiente y provoca una sensación más extraña que la de tu corazón deteniéndose al estornudar.
En realidad tenía ganas de lanzarle alguna de las dudas que se esparcían en mí ante su presencia mórbida, pero su tacto parecía calmarlas como si dentro de mí la respuesta pulida brotara desde la superficie de mí alma.
El miedo pronto se convirtió en risa, si es que no siempre ha sido lo mismo. Quise llorar también, de pensar que el encuentro sería en la oscuridad y en el silencio en vez de en lo más alto de un barranco intentando volar, como siempre desee y soñé que fuera. Pero ahí estaba ella, cubriendo su rostro con el velo de la noche, acariciándome con su aliento casi maternal, flotando sobre mi colchón para no dejar rastro de su santísima existencia, cubriendo mi boca con sus pieles invisibles, respirando las ultimas partículas de oxigeno que mis pulmones albergaban.
Sonreí una última vez al sentirme liberada, luego volé. Atravesé el techo y al llegar a la luna jugué a las carreras con el sol y me fundí entre su brillo, despidiéndome del ayer que brillaba todavía más que la luz sobre la ciudad de la esperanza que encontré al abrir mis párpados.
Ella ya no flotaba sobre mi colchón. De mi cabeza postrada sobre la almohada, una trenza evidenciaba la visita de la Santísima con quien en mis sueños lúcidos hice una cita con fecha y hora.

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